¿Qué sucede cuando intentamos trabajar con adultos mayores institucionalizados? Probablemente muchos dirían que nada extraño se presenta, quizás mi formación profesional logra torcer esa imagen compuesta de un todo en general y me deja volcar a una escucha más sectorizada y subjetiva.

Al ingresar a una institución diseñada para adultos mayores, muchos de nuestros sentidos se ponen en juego, el olfato suele ser el primero, tienen un aroma característico, ese que suele asociarse con la vejez misma, y un poco de humedad y encierro. Pero una vez sorteada la parte olfativa, la visión entra en juego; como primer plano, vemos lugares amplios llenos de sillones y muebles sin utilizar, grandes lugares destinados al recibimiento de visitas – que suelen no llegar –, sillones que nadie utiliza, porque suelen no percatarse de que muchos de los ancianos no pueden sentarse en mullidos almohadones, ya qué luego no pueden levantarse – eso si es que pueden movilizarse, otros están en sillas de ruedas y así un sin fin de mobiliario
innecesario, obsoleto, con un fin meramente decorativo y acogedor para quienes llegan desde el exterior al lugar para conocerlo como próximo hogar de algún familiar, sin tener en cuenta que la visión del lugar que estamos viendo no está adecuado a los huesos ochentosos que van a habitarlo, sino con un pensamiento treintañero de quien va a dejar allí a su conocido.

El lugar tiene que parecer armonioso. Tentador, cómodo, moderno, porque a quien tiene que atraer es a quien va a decidir dejar ahí a su adulto mayor, porque a decir verdad, quienes van a convencer a sus ancianos que se queden allí son ellos, por ende el lugar tiene que enamorar a quien va a tomar la decisión y no a quien va a vivir en él.

Es difícil contar las veces que se ven a todos juntos hablando de algún tema en particular o compartiendo alguna actividad, de hecho es necesario contratar personal para que logre trabajar unificando pacientes, y haciendo que sociabilicen o al menos lo intenten.

Cuando se intenta acercar al grupo por primera vez, lograremos ver que hay diferentes mesas donde se separan a los integrantes del lugar en al menos tres grupos: los que están dentro del todo bien – son aquellos que te escuchan un poco, ven un poco más que los demás, y los que hablan sin problemas, aunque no encaje en la conversación que se está teniendo; una segunda mesa donde se ve a los que están más aislados, ya sea porque llegaron tiempo después que los de la primera mesa, o quizás porque solos hicieron un semi-grupo de sub-aislados – son personas que están cognitivamente similar a los de la mesa uno, pero que tienen quizás otro carácter, es decir que puede molestarles el carácter de alguien de la otra mesa, la disposición en el espacio de la primer mesa o simplemente ese orden se les fue asignado.

Luego tenemos la tercer mesa que está ubicada casi siempre en un rincón, y en ella sientan a todos los abuelos con los que generalmente nadie quiere trabajar – pacientes que no ven nada en absoluto, otros que deambulan en medio de alguna actividad, aquellos que por una gran depresión los encontrás acostados sobre sus brazos por encima de la mesa, un sector olvidado y dispuesto en espacio para que ese olvido tampoco moleste a la vista.

Trabajar con adultos mayores representa un desafío, no solo por todo lo mencionado anteriormente, sino que quienes decidimos tomar un empleo de estas características nos enfrentamos a seres humanos donde podemos replantearnos una mirada espejada: ¿Y si en unos años soy yo quien ocupe ese lugar? ¿Qué me gustaría hacer si así fuera? Y llueven ideas, se enciende la lamparita de todo aquello que podemos hacer con los adultos, pero siempre desde nuestra perspectiva, sin fijarnos que es lo que realmente ellos quieren.

Quizás no desean grandes cosas, y necesitan más que nada ser escuchados al contar esas viejas y repetitivas historias, tomar un mate calentito mientras compartimos su recorrido de vida, escuchar atentamente sus penas y tal vez una reconfortante caricia en la espalda, una mirada de interés honesta y una sonrisa leal.

No siempre se trata de estimular la memoria para que recuerden que almorzaron, o como se llama la mascota del lugar, tampoco todo es trabajar la motricidad fina trabajando en la mejora del último pincelazo de la pintura realizada – a veces simplemente nos necesitan ahí, para contener, y para que ejercitemos nuestra propia memoria, recordando por qué elegimos ser psicólogos; nosotros no solo atendemos muchas áreas y planificamos miles de actividades, nosotros contenemos, enmarcamos la angustia, trabajamos con el dolor para aliviarlo, acompañamos en los duelos del cuerpo juvenil, de la libertad a puerta abierta, de lugares decorados con objetos elegidos, porque en lugares así, a veces, las historias y los relatos es lo único que les pertenece y por eso necesitan exponerlos, contarlos a viva voz, porque después, cuando prestamos atención, vemos que nada más les pertenece, ni la cama, ni el lugar, ni la compañía.

Empatía y amor suelen dejar huellas imborrables, más que una excelente planificación de actividades.

Gabriela Gisel Nosrala Giménez – Lic. en Psicología y Psicóloga Forence – Mat. 8318.

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